lunes, 15 de marzo de 2010

De cómo un adolescente reacio a los estudios llegó a convertirse en prestidigitador de los minutos

PRIMERA PARTE

—¿Habéis sido vosotros?

—No.

—Bueno. De todas formas, enseñadme el carnet de identidad.

—No lo llevo encima.

—Tampoco yo. Sólo salíamos a airearnos un rato.

—Bien. Entonces, me decís vuestro nombre, apellidos y domicilio.

La vida de mi amigo Marcel siempre estuvo en constante cambio, tanto que en ningún momento adiviné que sería capaz de hacerlo. Cuando íbamos de vuelta a casa, pasó un coche de cuyo interior salía humo y música, nos pitó y tras ver nuestro saludo continuó el trayecto; yo, que esperaba ver libre la carretera, aproveché la ocasión para despedirme y cruzar en dirección a mi puerta, en tanto Marcel seguía a paso lento hasta el final de la calle.

Mientras recorría la distancia de doce números pares que separaba nuestras viviendas, Marcel pensaba en los sucesos de aquella noche: era sábado y el reloj acababa de dar la última campanada de las once cuando el teléfono emitió un ring ruidoso, incómodo, y el padre de mi amigo atendió la llamada en estado de vigilia. De inmediato me pasó con Marcel, quien en ningún momento rechazó la invitación: tenía una botella de ron para compartirla con tres personas. Aceptó enseguida la oferta y salimos a celebrar mi cumpleaños en un parque cuyo aforo rebosaba cada fin de semana gracias a aquellos jóvenes sedientos de alcohol que iban en busca de carne. Marcel, Mario, Julián y yo nos situamos en un rincón, compramos vasos de tubo y una bolsa de hielo, servimos generosos cubatas e iniciamos una conversación, y como para compartir opiniones entre nosotros había un tema frecuente que giraba en torno a los videojuegos y a las películas americanas de borracheras, chistes fáciles y rubias teñidas cuyo desnudo tenía menor precio que su falda ante las cámaras, el tiempo transcurrió deprisa entre comentarios, risas y anécdotas relacionadas con esas películas que durante algunas noches veraniegas veríamos en mi casa. También solíamos hablar de fútbol, pero Marcel se aburría cuando de nuestra boca salían nombres de jugadores brasileños y explicaciones teóricas de la buena labor del árbitro, porque si de verdad había algo en el mundo que no le gustaba era el fútbol. Aunque lo mismo podría deciros de la lectura.

En efecto, mediaban la noche y la copa de Marcel justo en el momento en que detrás de él un chico con gafas y camisa rosa de mangas largas, que sostenía en la mano derecha un refresco de naranja y tenía voz nasal, le contó a su amigo que aquella noche había terminado de leer el libro que le regalaron con motivo de su decimoquinto cumpleaños, y fue tal el desprecio que expresó la mueca de Marcel, que no sólo no podría describir su gesto, sino que además la risa me impediría continuar el relato. Baste decir, pues, que mi amigo dirigió aquella mirada al joven de las gafas y le dijo: «¿libros?, por eso tienes esa cara de empollón», y acto seguido inclinó el codo para apurar el cubata, como si el hecho de beber el alcohol más rápido que nadie otorgara un grado más de heroicidad a su hazaña; y mientras se reía del chico, que permaneció en silencio para evitar problemas, llenó otra vez su vaso hasta la mitad de ron y completó el cóctel con refresco.

El crujido de la llave al contacto con la cerradura lo sacó de su recuerdo, pero no impidió que en su mejilla izquierda se dibujara un amago de sonrisa. Giró la muñeca y accedió al salón, oscuro, de su casa. Aquella noche no se había encendido la chimenea pese al frío. Fue al baño, se lavó los dientes como pudo, y también como pudo subió poco a poco las escaleras hasta su dormitorio. El cuaderno rojo sobre la cama, que descubrió una vez encendida la luz, le trajo a la memoria los deberes del lunes: acabábamos de estudiar métrica y la profesora de lengua había repartido en fotocopias sonetos de Garcilaso cuyos versos debíamos medir. Bah, se dijo, mañana lo haré si me levanto con ganas, y si no, seguro que algún pringado se ofrece voluntario. Lo más probable es que en ese momento se acordara del empollón al que insultara en el parque, pero no duró mucho este recuerdo, pues al tiempo que se desvestía luchando contra una inminente caída de espaldas, se le vino a la cabeza un suceso de poco después de la segunda copa.

A pesar de que Marcel odiaba el deporte y cada vez que concertábamos una cita para jugar un partido amistoso de fútbol se negaba a acudir al encuentro, la mañana en que apareció en las pistas sin avisar fue como si todo hubiese dado un vuelco. En nuestro equipo jugaba una chica llamada Helena, cuyos regateos superaban nuestra estrategia invencible. Marcel se vio obligado a convertirse en jugador para así acercarse a aquella jovencita que tenía dos años menos y una sonrisa capaz de muchos tantos. Después de una intensa jornada de balompié, Marcel se atrevió a pedirle su número de teléfono. Sin embargo, aunque estuvieron juntos en varias ocasiones, nunca llegó a besar aquellos labios deportistas, y en lugar de ello Helena lo tomó por confidente y le contó que andaba detrás de un chico cuatro años mayor que ella. La relación casi se rompió en pedazos a pesar de los intentos de Marcel por desenamorarse. Pero cuando el grifo se abre sobre un vaso lleno, el agua se derrama, y casi se pudo ver cómo se derramaba la vida de mi amigo por sus ojos al encontrar entre la multitud del parque a Helena abrazada a un chico cuya lengua recorría su cuello y cuyas manos estrujaban sus nalgas; y no tuvo el empollón ocasión de ver por primera vez sangre derramada en el suelo porque mi amigo Mario y yo conseguimos sujetar, cada uno de un brazo, al enfurecido Marcel, que no por ello dejó de montar alboroto con sus gritos y los intentos de zafarse. En vista de que no éramos capaces de sostenerlo, tuvimos que tirar fuerte y aguantarlo contra el suelo hasta que se relajó y empezó a lloriquear como un niño. Nunca antes, ni después de aquella noche, lo he visto en ese estado: tanta era su impotencia, que no pudimos quedarnos en el parque. Mario me ayudó a sacarlo de allí y juntos nos dirigimos a paso lento e indeciso hacia un callejón, donde se sentó un rato. Tras derramar lágrimas de desamor que agitaban su pecho y provocaban en su cuerpo el mismo vaivén de su habitación, en la que ya tapado hasta el cuello intentaba dormir, se decidió a caminar por su propio pie.

Llegamos, muertos de frío —porque aun al aire libre en el parque del botellón hacía calor—, a una plaza abierta donde el silencio de la noche sólo era interrumpido por el balanceo de un columpio al contacto con el viento; en cuyo centro había una especie de olla colgada de dos mástiles que también hacía las veces de columpio. Marcel se puso contento de repente y saltó la olla cual alada mascota desobediente, y una vez en el fondo del balancín, empezó un continuo movimiento de vaivén en tanto que llamaba a la chica objeto de su llanto y la enviaba desde muy lejos a un lugar mucho más lejano. Mario y yo nos miramos atónitos y acto seguido fuimos a hacerle compañía. Al cabo de no pocos minutos de juegos infantiles, bromas absurdas y balanceos de borracho en aquel parque en miniatura, Marcel se levantó, se tambaleó y, cuando logró mantener el equilibrio, se dio a correr por la calle desierta, de suerte que llegó, gracias al azar y a nuestra persecución, a los jardines exteriores del pueblo, cercanos al paseo marítimo. Allí detuvo su carrera, como extasiado, y nosotros que íbamos en pos de él paramos unos metros más atrás. Contemplamos su actitud: estaba quieto y mantenía la vista fija en un extremo del jardín, donde en un cartel clavado se leían las palabras «prohibido defecar perros». A mí se me escapó una breve carcajada de pensar hasta qué punto llegaba la incultura del alcalde. Pero Marcel hizo algo más que reírse: corrió hacia el cartel y lo sacó del agujero.

Ahora me río al recordar la escena, e incluso recuerdo haberme divertido en su momento; tengo un recuerdo fotográfico de la experiencia. Sin embargo, la rabia me roía las entrañas cuando despedí a mi amigo y entré en mi casa, porque a la vuelta de aquella juerga un coche patrulla se detuvo ante nosotros y de él se apeó un policía a pedirnos la documentación. Ya podía, de todas formas, haber sido ese el motivo del llanto de Marcel, pero para su desgracia había sido peor el encuentro de su amada a los brazos de otro. Tardó mucho en dormirse, pese al efecto depresor del alcohol, y al levantarse a la mañana siguiente lo primero que dijo fue: «No tengo ganas de hacer los deberes, algún pringado los hará por mí».

Así que el lunes la profesora le preguntó si había analizado algún poema y recibió como respuesta la absurda excusa de que no sabía hacerlo. A Marcel nunca le gustó estudiar. Decía tener mejores entretenimientos y más interesantes deberes que pasarse tres horas cada tarde con ejercicios para el instituto. Lo peor era que tampoco estudiaba el día antes del examen igual que muchos de nosotros, y peor aún: solía superar las pruebas escritas. Pero era muy perezoso. Por muy inteligente que sea —me decía una y otra vez—, no me importa perder el tiempo, porque esa es la opinión de los profesores y a esos malditos siempre hay que desobedecerlos. Nadie se imaginaba que meses después su vida empezaría a experimentar el cambio más importante que jamás le deparó el destino.

6 comentarios:

Alberto Cancio García dijo...

¡¡Jeje!!, qué interesante, muchacho. Y qué bien descrita esa fotografía de las manos ajenas en el culo de la amada... Pantalones cortos... eran verdes... Je! Esto me trae recuerdos... xD


Uh abrazo.

Jorge Andreu dijo...

Mi fiel pirata, tenemos algo en común, jaja. Me alegro de que te guste.

Otro abrazo.

mariajesusparadela dijo...

Tardas tanto en postear que me mata la espera.

Jorge Andreu dijo...

Perdóname, María Jesús. He estado y estoy muy ocupado con un examen que me va a privar de la salud. El miércoles de la semana que viene iniciaré una nueva vida. Mientras tanto, espero verte por aquí (la segunda parte del relato se publicará en un par de días, ya está lista).

Un abrazo. No te vayas, por favor, amiga mía.

Isabel Martínez Barquero dijo...

Buena descripción de ambiente juvenil, con botellón incluido, con celos desatados... Aguardo a la terminación para darte una opinión más formada.

Jorge, he observado dos erratillas mecanográficas que te aviso:
1.- "...Fue al baño, se lavó los dientes domo pudo, y también como pudo...". Está clarísimo que el "domo" es "como".
2.- "...encidida a la luz...". Supongo que la "a" se ha deslizado y es "encendida la luz".

Grandes besos y quedo a la espera de la segunda parte.

P.D.- Suerte con ese examen. Pero estudia, que la suerte no viene sin codos.

Jorge Andreu dijo...

Isabel, te agradezco en primer lugar tu lectura después de tanto tiempo sin publicar (no estaba previsto dejar durante tres semanas el blog como un cuaderno cerrado, pero el examen y otros asuntos personales han dado más de sí de lo que esperaba). Espero que te guste el resto del relato. Esta tarde tomo un tren hacia Sevilla y en la hora y media larga que me separa de mi chica, si sir Walter Scott no me engancha antes, empezaré la tercera parte, que ya está esquematizada. Como le digo a María Jesús, en unos días estará publicada la segunda parte (quizá para el viernes).

Por otra parte, te doy las gracias por esos ojos detectores de erratas. Malditas teclas las de un ordenador, que transforman la realidad tanto como las de un piano -aunque de éstas se agradezca-. Ya están corregidas. Si encuentras algún otro tecleo fallido, no dudes en decírmelo.

Un abrazo.

Jorge