lunes, 22 de marzo de 2010

De cómo un adolescente reacio a los estudios llegó a convertirse en prestidigitador de los minutos (III)

TERCERA PARTE

Así que —como decía—no bien dio comienzo el curso, y con él su preparación para el ingreso a la universidad, el nuevo Marcel, poeta y músico pese a sus negativas ante nuestras lisonjas, se autoimpuso un horario que casi cumplía a rajatabla, en cuyos huecos libres, frente a la dedicación que en otro momento hubiese dado a la televisión o a los juegos de ordenador, escribió las cuatro letras entonces convertidas en las más importantes de su vida: «leer». Y la lectura ocupaba todo su tiempo libre: cada tarde, después del almuerzo, cuando los ojos echan las persianas a causa de la presión de la comida y la mente desconecta del mundo para exigir al cuerpo unos minutos de descanso, en lugar de relajarse en el sofá con la serie humorística de dibujos animados más popular, se sentaba en la cama, libro en mano, y así disfrutaba durante media hora. Su padre, por entonces distanciado de él a raíz del accidente de aquella tarde ya lejana, le dijo en más de una ocasión: «Marcel, hijo, deja de leer tanto, que te va a pasar como a don Quijote», y Marcel se burlaba a escondidas porque pensaba que su padre no sabía qué le ocurrió de verdad al hidalgo, aunque después de pensarlo una desazón incontrolable se apoderaba de sus entrañas y lo recorría igual que el rugido del hambre. Luego siempre retomaba la lectura sin hacer caso a las palabras de su padre.

Era —la lectura— como un soplo de vida antes no requerido, como una droga cuya adicción acude al cuerpo tras haberla probado una vez, como caminar a través de un mundo paralelo, visionar las montañas, los paisajes, el anochecer junto a la amada compañía de la soledad; era como si la fiebre de una enfermedad penetrase en su cabeza cuando abría los libros, olía su interior y recordaba la historia igual que un personaje de su novela favorita, a la cual acudía (y acude hoy) para ahogar sus penas. Si llegaba estresado de clase, las palabras de sus poetas lo solazaban, y si quería despejarse de la tensión de los exámenes, empleaba el descanso en la lectura de un capítulo corto o un relato. De ese modo las letras aliviaron su inquietud en los momentos más difíciles.

A las cuatro de la tarde ocupaba su escritorio para los ejercicios de análisis y traducción de textos latinos: el diccionario a un lado, el libro al otro y los apuntes en el centro, y aunque a veces sus fuerzas no pudieron resistir la tentación, lo habitual era encontrarlo embebecido en la prosa de César. Las lecturas de filosofía jamás le requirieron esfuerzo, pues el mero hecho de leer un texto ya se convertía en el mayor placer de su intelecto, pese a las vueltas que algunos fragmentos sobre el alma exigían.

En ocasiones no disponía de tiempo libre en casa porque las clases de música le impedían disfrutar del placer de la lectura a la hora de la siesta, de manera que se obligó a aprovechar la media hora de ida y otro tanto de vuelta en autobús a fin de avanzar el número de páginas de cada día. Mientras viajaba, muchos le dirigían miradas extrañas, pero él disfrutaba tanto más cuanto peor era el gesto de quien ocupara el asiento contiguo. Ahora comprendía lo absurdo que había sido insultar al empollón en la noche de botellón, cuyo recuerdo, mira, no ha sido en vano.

Una vez llegó a clase —porque los martes a primera hora de la mañana teníamos juntos francés, aunque mi itinerario era diferente al suyo en las materias de modalidad— y, pues se mostraba inquieto, yo le pregunté el motivo, pero de inmediato supe que la causa no era sino el haberse levantado más temprano de lo habitual a fin de emplear un paréntesis de veinte minutos en la lectura, unos minutos de oro entre el desayuno y la salida rumbo al instituto, momentos del tiempo en una vida anterior desconocidos, que ahora se empeñaba en exprimir. Yo alguna vez me he levantado una hora antes para repasar un examen, hacerlo por placer, para continuar un libro que de igual modo podría retomar por la tarde, me parecía excesivo.

Excesivo fue, empero, el modo en que estrujó las horas en el curso siguiente, el cual exigía mayor dedicación. Además, dada la escasez de matriculados en su rama, incluyeron a Marcel entre la multitud científica, por lo que a la hora de fijar una fecha de examen sus compañeros eran injustos con él; no obstante, supo tragar obscenas palabras como nunca hiciera y aprovechar el tiempo, y fue tal el rendimiento, que en mayo lo premiaron con una de las matrículas de honor del curso. El tiempo es oro —alegó— y desperdiciarlo sería como tirar el oro. Y por eso había aprendido a manejar los minutos.

Según me confió una noche, el examen de acceso a la universidad, el cual constaba de seis materias distintas, se lo preparó por las mañanas acompañado de un vaso de güisqui, mientras que aplicaba la tarde en sus acostumbradas dosis de lecturas sin interrupción. Cuando salimos de la última prueba, me dijo emocionado: «Ahora voy a vivir la vida como ninguno de mis compañeros». No sé si exageraba.

Desde entonces, eso sí es verdad, la vida la ha vivido como nadie: en menos de dos años ha alcanzado la cultura que un estudiante puede lograr durante toda su vida hasta la entrada a la universidad. La lectura y la música son para él los dos círculos más importantes de su existencia. Del amor no es momento de hablar: el amor que siente hacia los libros es superior al de los besos, las caricias y el aliento compartido.

COLOFÓN

Se nos hace tarde. La vida amorosa de Marcel con la hermosa Sara no era el asunto que nos había reunido en este café, y no hablaremos de ese tema a no ser que él mismo tenga la intención de contarnos algo.

—Ahora no, gracias.

—De acuerdo, Marcel. Entonces ha llegado la hora de pedir la cuenta. ¡Camarero!

—Dígame —me responde el caballero de camisa blanca y negro pantalón.

—La cuenta, por favor.

Dos güisquis de etiqueta negra y un batido de fresa. Marcel y yo nos hemos decantado por la amargura de la poesía, pero como tú prefieres el azucarado manjar de leche y fresa que acompaña las historias de amor, y puesto que tú has sido quien nos has hecho venir aquí con intención de conocer la historia de mi amigo, te toca pagar.

—Cuando quieras saber mi historia de desamoríos, llámame y te invitaré a merendar.

—Gracias, Marcel. Esta vez pago yo.

El camarero nos despide y los tres salimos a la calle. Son las ocho y media de la tarde, el sol se ha puesto y las calles apenas quedan alumbradas por tenues luces de farolas en esta villa dejada de la mano de Dios. A la sombra del letrero luminoso de una agencia de viajes, me has preguntado si esta conversación puede ser objeto de un reportaje, y yo resuelvo tu duda: si consideras interesante la vida que te he contado y crees que puede dar lugar a un buen reportaje para tu periódico, tienes mi permiso, pero no creo que esta historia la lea alguien dos veces. Es la historia de un triste soñador arrepentido de jugar con los años. Desde su escritorio, el bohemio Marcel se reirá de que su vida haya sido noticia durante un día. No considerará jamás el buen poeta que sus versos sean dorados como el brillo de unos ojos.


Jorge Andreu
Puerto Real-Sevilla, marzo de 2010

10 comentarios:

Isabel Martínez Barquero dijo...

Pues la tercera parte es la que más me ha gustado de todas. También he vuelto a encontrar en ella la claridad de tu estilo.
Pero creo que le sobra el "colofón". Yo lo suprimiría íntegramente. Por supuesto, Jorge, tú mandas, ¡faltaría más!. La mía es sólo una opinión y sobre gustos...

En cuanto a la totalidad del relato, te seré sincera: es un relato generacional, sobre todo al principio; después se va decantando y ciñendo en Marcel, para acabar haciendo una auténtica glosa de sus virtudes, sin duda innegables (hoy cantaba lo de Aute mientras leía, pero cambiado: libros, libros, libros, más libros por favor...).
No está mal, pero le falta algo, ese algo que he visto en otros escritos tuyos y que en éste no encuentro, no sé si alma, si emoción...
Tampoco sé si es o no autobiográfico, cosa que tampoco me importa, pero viene a cuento a raíz de que es muy difícil distanciarse de uno mismo. Los datos de la propia biografía son muy útiles en la narración, porque no podemos evitar ser quienes somos y haber vivido lo que hemos vivido, pero si los seguimos a pie juntillas, la hemos líado. Es la trampa de lo autobiográfico. Sirve como trampolín a la ficción, no como ficción en sí mismo.

Bueno, te hago este comentario desde la confianza que te tengo y sin ningún deseo de que te disgustes conmigo. Te soy sincera, porque no sé ser de otra forma, y sin ningún tipo de animadversión, bien lo sabes.

Un beso muy fuerte y sigue escribiendo, que tienes madera para ir más allá de estos ejercicios de estilo (que te conste que todos los hemos hecho).

P.D.- Si suprimes el comentario, no me enfado lo más mínimo. Entiendo que estas palabras mías van para ti y no para nadie más.

Alberto Cancio García dijo...

¡¡Jejejeje!! Y FIN.
En dos años, tío. Dos años y escribes como escribes...
Pues puedes darte con un canto en los dientes, hermano, o con dos, porque yo llevo trincando palabras desde los siete, y con veinticinco años cumplidos no he llegado a escribir nada realmente bueno.

Supongo que también es cuestión de responsabilidad. Tal y como cuentas, llegado el momento, Marcel se convirtió en un estricto centinela de los minutos, mientras que Alberto Cancio García, desde siempre, prefirió jugar a dar bandazos de uno a otro, escondiéndose de ellos o probando a forzar entre risillas las agujas del reloj.

Tú sigue embelleciendo papeles blancos y pantallas lechosas con tu ortodoxa grafía, hermano, y estoy seguro de que, llegado el día de la Hostia, esos a quienes tanto admiras reconocerán con orgullo tu trabajo.

En cuanto a la sincera crítica de nuestra compañera y amiga Isabel, estoy de acuerdo en que este texto no transmite las embriagantes sensaciones que me han brindado otros de tu puño y letra, tales como el del perro (con base igualmente real pero "literaturizado" a base de exquisito lirismo), o aquel de la princesita con trenzas (que es, para mi gusto, lo mejor que te he leído); pero, aun así, no dejo de repetirme que, en efecto, esto es la descripción de una vida demasiado real, la tuya misma, y que por tanto, si desechamos el "colofón", cambiamos el narrador y suprimimos algunas imágenes que sí son eminentemente literarias, no queda otra cosa que una serie pura de pasajes anecdóticos.
Creo que, efectivamente, es cuestión de alma, de emoción, pero tampoco considero que hayas caído en ninguna trampa, puesto que en este relato, según me consta, describir una vida totalmente real era lo que pretendías, y así lo has hecho, con los pros y los contras que esto conlleva.
Claro que eso, Isabel, no tenías por qué saberlo, aunque te haya observado intuirlo en tu referencia a lo autobiográfico.
Estoy deseando recibir críticas tan sinceras y llanas como las tuyas, amiga. Me gustaría que, valiéndote de la experiencia que mana de cada uno de tus textos, refirieras una crítica tajante a los míos, en la que pudiera ver reflejados mis tantos errores y hacerlos desaparecer.


Nada más, Jorge Andreu, amigo, ¡que Siglo de Oro me tiene frito y no hago más que inventar excusas para no estudiar!

Hoy el cielo anda raro...

Mil abrazos a los dos.

Jorge Andreu dijo...

Querida Isabel. En primer lugar quiero decirte que jamás borraré un comentario a no ser que me insulte, ya que esto es un blog personal y si escribo aquí es por el simple motivo de que los lectores me pueden hablar desde su escritorio. Lo que dices del colofón quizá sea cierto, pero prefiero no suprimirlo porque mi intención con ese lazo final del regalo era decir que no voy a hablar de amores -o desamores- de Marcel, de donde se podrían extraer de manera autobiográfica varios datos que diesen lugar a varios relatos. Pero en fin, esas experimentaciones técnicas en sitios como éste creo que se las puede uno permitir, porque no hablamos de una editorial que te pueda echar atrás el manuscrito por la experimentación. Sabemos que uno de los grandes experimentadores fue nuestro tan amado Cortázar, con la suerte de que podemos tener sus libros en las manos.

Creo que eso que le falta, eso que no has encontrado, ciertamente es la emoción. Desde un principio quise hablar de "mi amigo Marcel" -que soy yo en mi peor época- sólo limitándome a contar la historia, como si no me importase. Varios amigos míos -ese chico que escuchó el atentado planeado en el aula de música, por ejemplo- cuentan mi historia con entusiasmo porque han vivido el cambio. Pero la verdad es que pretendía utilizar una voz narrativa, digamos, "fría". Y en cierto modo, según me dices, creo que lo he conseguido.

Y finalmente, tengo que agradecerte mucho tus atentas palabras. Que un relato escrito con la única intención de que mis amigos conozcan algo de mi adolescencia -de la cual tengo muchísimo que contar- llegue a tan buenos ojos como los tuyos y muchos otros habituales en esta buhardilla: ese era mi objetivo principal. También el de dar explicación a la duda de María Teresa sobre la certeza de mi tiempo perdido. Como ves, sí he perdido el tiempo y luego he sabido aprovechar cada momento en mi formación cultural, de la cual aún tengo algunos huecos en blanco.

No me extiendo más. Te agradezco enormemente tu visita, tu lectura y tu crítica. Tu presencia, en definitiva, y tu amistad.

Un fortísimo abrazo.

Jorge Andreu.

Jorge Andreu dijo...

Mi muy querido Alberto, fiel pirata y escritor en ciernes, no me digas que aún no has escrito nada bueno con veinticinco años, porque con cinco años más que tú nació Benito Pérez Galdós en Madrid y tú eres, de lo que hay ahora vivo y conozco de primera mano, igualable al autor de mi amada novela Miau.

Me alegro muchísimo de que hayas seguido tan extenso y frío relato, carente de emoción y lleno de biografismo, más que de lírica. Ya habrás leído en mi respuesta a nuestra común amiga Isabel mi propósito de no expresar sentimientos, sino de plasmar la realidad. Creo que hasta cierto punto he conseguido reflejarla tal y como fue (diría que al 90 por ciento).

Desde hace unos meses ando huidizo en lo que respecta al tiempo: aunque me programo un horario con intención de cumplirlo a rajatabla, siempre se me cruza algo, normalmente una lectura, como sabes. Soy, digamos, un autor de rachas: hay meses en que escribo dos horas diarias porque así me lo permite mi vida, y sin embargo hay otros en que tengo que sacar la arena de la clepsidra bajo las losas y hacer como si detuviese el tiempo para escribir un poema, un pequeño relato o una reflexión.

Recibir comentarios como los tuyos y críticas como las que Isabel hace desde la amistad y el respeto, me llevan a seguir a bordo de este barco. A estribor, tú, compañero del alma, a babor mi querida Isabel, y al timón vuestras plumas acompañadas de quienes tantos sabéis que amo -mi Cervantes, mi Landero y mi Sabina.

Os quiero.

Un abrazo muy fuerte, con todas mis ganas y cariño.

Jorge Andreu.

PD: Mañana nos veremos en el examen. Espero que Garcilaso se deje ver en el folio mecanografiado. Y que los lectores y oidores del siglo de oro se queden en el solo recuerdo.

Mª Teresa Sánchez Martín dijo...

Yo voy a ser más simple en mi comentario, respetando los anteriores. Me ha parecido la historia maravillosa de un despertar a la VIDA, de adueñarse del tiempo y reconocer su valor. Este despertar no lo conquistan muchos que se llaman a si mismos "adultos"

Mi tren de lecturas blogeras va un poco lento pero no he olvidado pasar por tu estación.

Veo que me he perdido muchas cosas buenas, ten por seguro que no me dejaré de leer ninguna porque con tus palabras has creado un espacio de lujo.

Saludos
Teresa

Jorge Andreu dijo...

María Teresa, me alegro mucho de volver a verte por aquí. ¿Has estado ocupada? Fíjate, el tiempo no nos da oportunidad de hacer todo lo que queremos. Pero aunque vayas más despacio, yo esperaré tus comentarios, siempre tan agradables. Esta historia es casi autobiográfica y tiene mucho que ver con aquel comentario que me dejaste sobre la pérdida del tiempo. Me alegro de que te haya gustado. Todo lo que se cuenta en ella es cierto. Ese despertar cambió mi vida y es lo mejor que pasó en mi adolescencia.

Espero que te gusten las demás entradas de abril. Estaré encantado de atender tus comentarios. Te envío un fuerte abrazo desde el escritorio.

Jorge Andreu

Jorge Andreu dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
brisadeaura dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
brisadeaura dijo...

Hola Jorge. He leído entero tu relato, y vamos.... ¡qué me he metido en mi mundo actual! Aunque no lo parezca, yo soy muy buena estudiante y disciplinada, pero también me anima llevar mis aventurillas a cabo, jejeje. En el Instituto todos son mis amigos, y con todos intercambio información de cualquier tipo; ya puede ser de Quevedo, como de un botellón.
Yo nunca he experimentado en las bebidas alcohólicas, pero si en un buen capuchinno que me ayude a pasar las horas de lectura.
La lectura siempre ha ido aferrada a mí, desde que nací creo, no paraba de releer libros a todas horas.
Una vez, recuerdo una anécdota:
Mi tía me llevó por primera vez a la biblioteca del pueblo que vivía, porque ella tenía que hacer unos recados, y me avisó de su tardanza:
-Si quieres puedes esperarme aquí, pero ya conoces lo que te he dicho, en cuánto te aburras me llamas por móvil y te llevo a un lugar más entretenido, más de tu edad. Este era el lugar más cercano de mi casa para instalarte durante este tiempo, además, la bibliotecaria es mi amiga, puedo confiar en ella.

Pues bien, pasaban las horas, y mi tía no venía, yo tampoco la llamé. Me puse a leer, y me leí unos 6 libros, a parte de los que ojeé; libros de 80 o 100 páginas. Vamos, que me pasé la mañana y la tarde entera allí, encerrada en mi mundo de fantasía, y recorriendo los lugares más bonitos e inimaginables escritos por personas de ese paraje.
Cuando regresó mi tía a recogerme, le dije satisfecha:
-Gracias por no haber venido, le voy a sugerir a la bibliotecaria si me puedo llevar prestado unas cuántas maravillas plasmadas en papel; creo que me haré un carnet de socia.
-Tu sobrina no se ha detenido ni un instante de su lectura; estaba inmersa en su mundo. Se ha comportado excelente -comentó la bibliotecaria.
-Pero, niña, si no has visitado ni el pueblo...
-El pueblo ya lo he visitado aquí.


Un beso enorme, Jorge, y de verdad que este relato me ha hecho revivir muchas experiencias de mi vida, que como todo adolescente se poseen.

Jorge Andreu dijo...

Aura, me alegra mucho que te haya gustado. Este relato no es más que un pequeño fragmento de mi adolescencia, que escribí para explicar mi cambio. Como te he dicho, con 15 años no leía, y más que eso: odiaba a quienes sí leían. Decía que era una actividad inútil. Y cuánto me alegro de haberme equivocado. También me equivoqué con mi comportamiento en muchas circunstancias, y ahora soy una persona nueva, que sólo guarda de aquel adolescente el recuerdo. La nostalgia, a veces.

Muy curiosa tu anécdota. Yo nunca he podido leerme más de un libro al día, pero me contento con haber conseguido uno diario de unas 100 páginas. De 500 páginas suelo leer uno a la semana, por lo general, y siempre tengo la mesa llena de lecturas pendientes. Ya intercambiaremos opiniones sobre lecturas.

Un abrazo.

Jorge Andreu