domingo, 25 de abril de 2010

Cadena Perpetua: Stephen King y Frank Darabont

Esta tarde he pasado dos horas intensas de nudos en la garganta y risillas nerviosas gracias a esta película: Cadena Perpetua. El guión, la cavernosa voz en off, el conjunto de datos que se entrelazan a medida que transcurre la historia, la música, todo eso me ha sacado del mundo durante un par de horas y me ha proporcionado una experiencia que buscaba desde hace unos meses. De lo único que me arrepiento tras ver la película es de no haberla buscado antes.

Basada en una novela corta de Stephen King que se publicó en 1982 en la colección Las cuatro estaciones (cuyo título era «Rita Hayworth y la redención de Shawshank»), esta película cuenta la vida de Andy Dufresne (cuyo papel interpreta Tim Robbins) mientras cumple dos cadenas perpetuas por un doble asesinato, de su mujer y el amante de ésta, convencido de su inocencia. En compañía del irlandés Red (Morgan Freeman), se ve obligado a ser el objeto sexual de un grupo de presos y de muchas palizas, al mismo tiempo que se vale de sus conocimientos —era banquero— para ascender en los trabajos de la prisión hasta llegar a la mesa del director de la cárcel para blanquear su dinero negro, sin dejar de pensar en ningún momento en el terror que gobierna la cárcel.

Estrenada en 1994, obtuvo siete nominaciones a los premios Oscar, entre los cuales están el de la mejor película y mejor actor por Morgan Freeman.

Como muchas otras películas en las que interviene Morgan Freeman, su voz en off es una de las reliquias de la obra: al mismo tiempo que narra la historia, describe los sentimientos de los presos en diferentes momentos, siempre con un tratamiento muy especial del lenguaje. La música de Thomas Newman contribuye, además, a elevar la emoción de la película. Y la historia en sí, que no decae en ningún momento y donde todos los personajes tienen algo que decir, está muy bien compuesta, hasta el punto de dejar muchos cabos sueltos a lo largo de toda la historia y atarlos en los últimos diez minutos de un modo magistral. En mi opinión, es de esas películas cuya larga duración no tiene la menor importancia.

Hasta la fecha, creo que no ha habido una sola película basada en un libro de Stephen King que me haya decepcionado: Misery, Carrie, El resplandor, La milla verde (El pasillo de la muerte), Corazones en Atlántida, La tormenta del siglo, Maleficio, y otras de cuyo nombre no me acuerdo en este momento, no por eso menos importantes. Pocas veces he disfrutado tanto con películas basadas en libros de un mismo autor. Y esta vez no ha sido para menos. Una de las mejores, para mi gusto, junto a La milla verde.

sábado, 24 de abril de 2010

Cumpleaños

Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.

Ángel González, Cumpleaños.


Hoy cumplo un año más. Van veinte, según recuerdo. Y cuatro desde aquel libro de Enrique Ventura, y desde la primera traducción del latín —«nauta terram spectat»—, y desde muchas otras cosas. Parece que las arrugas acechan mi frente y mi cuello, pero no son los años, sino algo más que desconozco. ¿Será el sol que penetra a través de la ventana e incide sobre mi cabello desordenado o sobre los enredos de mi mesa? ¿Será la música o será el poema que cada 24 de abril —también desde hace cuatro años— leo, para consolarme quizás, o para saber tan sólo que «he vivido un año más, y eso es muy duro»? No lo sé. El caso es que sigo aquí, tras la pantalla y frente a la hoja ya rasgada, y que mientras suena de fondo el Andante de la sinfonía Oxford de Haydn, escribo con el regalo de mis padres, un bolígrafo elegante y plateado que acompañará mi libreta de Mozart por los siglos de los siglos.

¿Qué aporta la edad? ¿Experiencia, madurez o pérdida de tiempo? Un poco de todo, porque todos perdemos el tiempo alguna vez. No todos guardan determinadas experiencias ni gozan de madurez. Yo no me considero maduro ni experto: soy un niño, y más desde que conozco la literatura; y soy poco experto, tan sólo en la observación, en ver la vida como una historia más cargada de florituras e hipérboles. Porque eso es la vida y eso soy yo: una hipérbole. El sol me mira con cara extraña. O puede que ese raro gesto sea de la vecina. No estoy seguro. La música me confunde, me abstraigo y veo a Mozart donde antes estaba Haydn (¡ah, no! Si he cambiado de sinfonía). Ya no estoy seguro de nada. Bueno, sí: de que estoy vivo, y por eso confundo mis palabras, por eso me enfado con el sol porque me despeina y en tanto el viento me azota, como si amenazase con no volver a alumbrarme. Todo esto es un lío: las palabras engañan y por eso me gustan. Son tan amigas mías que a veces no quieren disfrutar de mi compañía.

Bebo un sorbo de agua. La última vez tenía diecinueve años. Cómo pasa el tiempo. Dentro de poco me saldrán canas, se me arrugarán los dedos y no podré tocar el piano, y no podré trazar más versos. Pero no me quejo: guardo recuerdos y tengo expectativas, muchos proyectos para el futuro, muy buenas intenciones y grandes amigos con intenciones mejores. Y una rubia de ojos verdes, preciosa, guardada en el hueco izquierdo de mi pecho. Y un montón de libros y ganas de leerlos.

Pero, sobre todo, tengo ganas de vivir en este mundo roto y de intentar —en vano— coser sus heridas. Aunque las mías sigan abiertas y sangren. Aunque el mundo no me lo agradezca. Porque he cumplido un año más y Ángel González, cuyos versos siguen tan vivos como él, también lo cumplió. Y también lloró por esto.


Jorge Andreu

sábado, 17 de abril de 2010

Una excursión hacia el pasado

Yo no te pinto otros colores
que los colores que tú tienes.

José Hierro, «Entonces» (Tierra sin nosotros, 1947)


Guardaba tu boca palabras tan primaverales, tu sonrisa emprendía un largo camino cuesta arriba cuando dejabas escapar el más suave sonido de tu garganta, tus dientes eran blancos y verde tu mirada, tu lengua se agitaba en cada sílaba y el mundo se detenía para volverse y vernos tan felices, tan llenos el uno del otro y, sin embargo, tan distantes. Éramos niños y no sabíamos de la vida más que el contacto de nuestras manos.

Esta mañana, alejado del silbido del viento una vez más, metido entre las calles más estrechas para evitar su zumbido en mis oídos como revuelo de moscas, me dirigía hacia el mismo lugar de siempre y prestaba atención a los rincones de la ciudad que despertaba a mi paso. Las tiendas se abrían, los bancos iniciaban su jornada, los mendigos instalaban su carro antes de alargar la mano y los músicos ambulantes iniciaban su interpretación en flauta travesera y guitarra electroacústica. Un anciano se despedía de otro en la puerta de un bar con un abrazo, porque nadie sabe si volverán a verse mañana. Una furgoneta cargada de cajas de cartón obstaculiza el tráfico en una de las callejas por donde este vehículo no debería circular. Dos jóvenes vestidos de cuero y botas con borde de metal encienden un cigarrillo y lo comparten mientras paso por su lado, y no me quitan el ojo de encima. Evito sus miradas y miro al fondo de la calle: un cartel que pide a gritos una llamada para alquilar un piso, un escaparate recién encendido, una pequeña multitud de escolares detrás de la profesora, en fila india, y sus canciones de excursión, y al final del grupo, cogidos de la mano y en feliz silencio, una pareja de enamorados de diez años.

Me detuve a contemplar el espectáculo, y como si el pasado en ese momento se volviese presente, fijé mi vista en la emoción reflejada en la cara del niño. Con diez años descubrí el amor, como él, con esa edad supe cómo era la textura de un cuerpo, sentí la suavidad de una palma y el calor de una mejilla, aprendí a besar dos dedos cálidos y a compartir el aliento, a dar rienda suelta a los sentimientos y profundizar en el brillo de unos ojos y el timbre de una voz. Como él, como ella, como ellos.

El grupo torció a la izquierda al fondo de la calle, pero la brevedad de esa imagen marcó en mí una sensación inolvidable. ¿También nosotros fuimos así? ¿También quisimos extraer el jugo de las excursiones y acariciar el sillón del autobús con inocentes palabras? ¿Y la admiración de algunos compañeros que también gustaban de tus ojos? Eras… fuiste tan accesible, que aún creo haber quedado en el intento. Compartiste conmigo tantos viajes y visitas, nos parecíamos tanto a estos dos pequeñuelos situados a la cola del grupo, que de seguro en nuestras salidas alguien con diez años más nos miró sin que nos diésemos cuenta. Entonces comprendí muchas cosas.

Comprendí que todas las etapas de nuestra existencia se repiten en cada generación, que hoy un sentimiento no es nuevo aunque así lo estimemos. Y tantas otras cosas que parecemos no conocer hasta que ya no las poseemos y nuestra memoria las impone.

Emprendí de nuevo la marcha hasta mi destino de siempre, sin quitarme de la cabeza en ningún momento la imagen de aquellos dos mochuelos. Tan felices iban, tan sumergidos en su ternura como anduvimos los dos, tú con tus historias y esa lengua vibrante, con tu mirada verde y tu blanca dentadura de leche, con esa garganta que emitía carcajadas sinceras, que agitaba las comisuras de tu boca, y con esos labios que guardaban tan primaverales palabras en su interior; y yo empapado de admiración por tus cuentos, tu sonrisa y tu mirada, ansioso de palpar esas voces de la primavera, unos tenues adjetivos que el viento se llevó cuando nos despedimos.

Todo eso recordé al ver el variopinto desfile de la callejuela y los gorriones cogidos de la mano. Y descubrí sobre todo que así era el principio de la vida: el amor, un amor tan cerca aún de mí y tan lejos ya de nosotros.


Jorge Andreu

domingo, 11 de abril de 2010

Las uvas de la ira: John Steinbeck y John Ford

Las uvas de la ira es una fabulosa novela escrita por John Steinbeck (1902-1968; premio Nobel de literatura en 1962), publicada en 1939 y galardonada con el premio Pulitzer en 1940, y además de ser la más conocida del escritor estadounidense, fue objeto de una producción cinematográfica, espléndida también, de la mano del cineasta John Ford, protagonizada por Henry Fonda y Jane Darwell (esta última, ganadora de un óscar a la mejor actriz de reparto por la interpretación de la señora Joad). He de decir que me han gustado mucho, pero mucho, ambas obras, cinematográfica y literaria.

La historia planteada en esta novela es la de unos agricultores de Oklahoma que a causa del famoso crack del 29 se ven obligados a emigrar a California, donde descubrirán que la “tierra prometida” no era como se esperaban y que apenas hay trabajo en ninguna parte. Tom Joad (Henry Fonda en la película), tras recibir la libertad bajo palabra, regresa para reunirse con su familia, pero descubre que se han ido; una vez reencontrados en casa del tío John, emprenderán un viaje de ida hacia un lugar desconocido con buenas expectativas que luego no se cumplirán.
Steinbeck retrata muy bien en esta novela la situación de la gran crisis económica. Además, los diálogos, las pinceladas como acotaciones teatrales, la presentación del escenario (amaneceres, atardeceres, paisajes, campamentos), todo eso, añadido a la crudeza de la historia y el reflejo de la Norteamérica de los cuarenta, hace de esta obra una pieza de recomendada lectura.

La película también merece la pena. En blanco y negro, escasa de música y muy cargada de diálogos semejantes a los del libro, me ha aportado dos horas de entretenimiento y gozo. Aunque nunca fui muy dado al cine en blanco y negro, al cine de hace cuarenta años más bien, desde un par de meses a esta parte he visto varias películas de ese estilo y he descubierto que estaba equivocado, que cada vez me gusta más.

He de destacar de la película la última escena, el discurso de la señora Joad (no desvelo ningún final, sólo digo que son unas palabras muy interesantes, que he visto varias veces después de terminar la película). Quienes la hayan visto comprenderán lo que digo. Guardo ya un buen recuerdo de esta experiencia y la he anotado, como otras, en la lista de cosas a las que volveré.

viernes, 9 de abril de 2010

Un día salpimentado con viento de guarnición

Después de los preparativos necesarios para emprender un viaje de ida y vuelta, mochila al hombro y bloc de notas al bolsillo de la chaqueta, me he despedido de mi amiga —ésa que tanto cariño me demuestra y cuyo bostezo matinal me impide hacerle una caricia desde cerca—, he salido a la calle en busca de la aventura de una nueva jornada y he recibido un azote del viento. Cabello al aire tras larga sesión de engominado, me apresuro a cruzar la esquina de la calle y girar a la izquierda con la esperanza de hallar un muro que detenga la fuerza del viento, pero no se cumple mi deseo. Quince minutos, pues, de dura lucha contra la ira de la naturaleza, contra el mundo, como si dijera.

Me cruzo en un estrecho callejón con una niña y percibo el miedo dibujado en su mirada, la huida en las vibraciones de su carrito sobre los adoquines, más la detención de su carrera por la llamada de su madre, que le tiende el bocadillo —«te lo has olvidado, luego dirás que no estoy pendiente»— y me saluda. Yo le dedico una sonrisa y veo un cambio inesperado en el gesto de la niña: ya no siente miedo, no sé si porque el viento se ha detenido un momento y ya no agita mi pelo, o porque me ha visto sonreír; en cualquier caso, soy capaz de seguir adelante, consciente de mi aspecto y de que no soy responsable de la fuerza de la vida. Así llego, con mil pensamientos en la nuca y otro tanto en la frente, hasta el puente que separa la acera de la estación de ferrocarril. Cientos de obreros trabajan frente a la carretera. El polvo se levanta con el viento y penetra en mis ojos; los entrecierro y se torna mi gesto en una inevitable mueca de desprecio.

Con el ceño fruncido recorro una distancia que, aun breve, resulta crítica, pues la carretera está abarrotada de coches y más de uno toca el claxon cuando intento cruzar. Miran mi cara de desprecio y hacen caso omiso de mi mirada de peatón. Yo no desprecio a nadie: sólo es el soplo del viento, que atrae la arena hacia mis ojos y me hace parecer enfadado. Pero estoy feliz, es San Viernes, patrón de todos los vicios.

Después de atravesar la calzada por el paso de peatones, gracias a un amable conductor que, a diferencia de los demás, me ha dejado el paso libre, después de cruzar un puente compuesto tan sólo de inestables andamios, un puente provisional que han puesto hasta concluir el soterramiento de la estación de trenes —mis hijos podrán verlo—, después de pisar tierra firme y acceder a la pequeña cabina donde residen las máquinas expendedoras de billetes, mientras pulso y pago mi título de transporte de cercanías, un hombre de avanzada edad, con gorra y chaquetón verde, me pide ayuda. Extiende su mano y me da dos euros para que compre un billete de ida. Yo lo hago y le pido por orden de la máquina diez céntimos más. El billete se imprime y el hombre despistado me lo agradece con acento sudamericano. Mi cara de desagradecimiento no ha sido tan maleducada como habrá pensado quien vea mi aspecto al contacto con el exterior, mi chaqueta vaquera y mi camiseta negra, mis barbas de varios días y mi cabello revuelto. Muchos dicen que voy despeinado porque soy un poeta bohemio. No me despeino por ser poeta. No me despeino yo mismo. Y no soy poeta. Sólo miro el mundo, la realidad, a través de otras lentes, con mucho amor y melancolía: el viento me acompaña al respirar, la tristeza suena a carcajadas cuando río, la pluma se abraza muy cariñosa a mi mano y a cada momento la música resuena en mi respiración. Pero no soy poeta. Quisiera ser bohemio.

Pasada la eterna espera en que la gente me ha dirigido miradas extrañas cuyo motivo desconozco (yo en tanto he pensado muchas cosas acerca del mundo), llega el tren, subo en él seguido del hombre sudamericano y encuentro un asiento libre. Leo sentado en la ventanilla durante un trayecto de media hora, después recorro parte de la ciudad en veinticinco minutos y llego, por fin, a mi destino. Una clase, dos finales de libros destripados, tres apuntes. Un desayuno. Una sesión de piano. Unas anotaciones en el bloc de notas mientras aguardo la salida del tren de vuelta. Un rato de descanso, lectura y reposo del almuerzo. Unas horas de estudio. Una canción de Extremoduro, una de Sabina. Un poema de José Hierro…

De pronto, el reloj marca las ocho y suena el timbre: ha llegado el momento. Me levanto, atiendo la llamada, beso a mi chica, la invito a pasar y, mientras aguarda un momento, pongo punto final a un cúmulo de palabras raídas. Apuro el café. Firmo. Me crujo los dedos. Apago la lámpara de estudio… Sí, es cierto: la vida ha seguido su curso.


Jorge Andreu


domingo, 4 de abril de 2010

Lolita y Stanley Kubrick

Me acerco, desde esta primera entrada, a la determinación de publicar cada tarde de domingo para hablar de mis lecturas y películas favoritas, a fin de promover un diálogo cultural con aquellos cuatro gatos cuyos comentarios me alegran el día con cada nueva publicación.

La obra con la que comenzaré es la famosa primera novela de Vladimir Nabokov, Lolita, en cuya historia se basó Stanley Kubrick para rodar una película excelente de 1962 protagonizada por James Mason (Humbert) y Sue Lyon (Lolita).


El profesor Humbert llega a Ramsdale, en New Hampshire, y alquila una habitación en la casa de la viuda Charlotte Haze, cuya hija será el eje central de la novela: la pequeña Lolita, o Dolores, o Dolly, o «simplemente Lo» es una hermosa mozuela de doce años a la que el profesor Humbert conoce mientras lee echada en el césped con sus ropas mojadas. De inmediado Humbert, indeciso ante la idea de alquilar esa habitación, se decide a hospedarse para así estar cerca de la niña. De aquí surgirá una tierna historia de amor que al mismo tiempo se convertirá en unos episodios de deseo carnal y provocación. El viaje junto al profesor y Lolita es uno de los más entrañables de la literatura erótica.

He leído que esta es la mejor novela erótica jamás escrita, donde no hay una sola palabra obscena —eso ya se puede comprobar a primera vista y aun en el prólogo de la obra—, ni siquiera imágenes explícitas: es una obra que insinúa pero no enseña, una buena novela erótica, diría yo, después de haber visto descripciones explícitas innecesarias en montones de libros a los que inmerecidamente se les da esa etiqueta. Sí tengo muy claro que es un libro bien escrito, donde el autor emplea una técnica muy sutil, indirecta, a lo largo de toda la obra sin hacerla explícita hasta llegado el momento —quien la haya leído sabrá a qué me refiero, y quien no, recomiendo que se fije en los números de las matrículas.

Hace poco tiempo he visto la película y he quedado muy satisfecho. Raras veces he estado tan contento de ver una película basada en un buen libro, pero en estos últimos días —lo veréis en las próximas semanas— me sucede lo contrario. Mientras escribo esto suena a mi lado, en los altavoces envolventes, la máquina de escribir de Jack Nicholson en El Resplandor, también de Stanley Kubrick, basada en la novela de Stephen King, y aunque conozco la historia, creo que voy a pasar dos buenas horas.

jueves, 1 de abril de 2010

Precipitato

Un hombre en el momento de sus bodas o en el de ser armado caballero, una mujer al dar a luz su primer hijo pueden experimentar en el corazón una emoción semejante, suprema unción, profunda gravedad y, a la vez, ya un secreto temor del momento en que aquello tan elevado y tan único no exista más, haya pasado, se haya desvanecido, arrastrado por el curso ordinario de los días.

Hermann Hesse, Narciso y Goldumundo


La estilográfica trazó antes de tiempo el punto final más doloroso de su historia. Se lamentaba el autor de lo precipitado de su escritura, pero sabía que a pesar de sus intentos nada podría ya hacer para volver atrás en el tiempo, hasta el momento en que construyó la primera parte del todo, próximo a convertirse en su opus magna. A través de sus mejillas relucientes de tristeza las lágrimas se abrían paso en busca del precipicio, en continua carrera, como el avance de la caballería del ejército vencedor que ahora tenía tan bien guardado en su memoria.

Su primera novela, concebida con el mismo cariño que un hijo, vio la luz en parto prematuro quince años atrás, le dio grandes alegrías y le supuso una envidiable acogida en el panorama literario. Trataba sobre un pobre campesino que decidió hacerse caballero andante como don Quijote, tal era la influencia prestada por la pluma de Cervantes así al campesino, ávido lector de las reliquias de la biblioteca familiar, como al autor de la obra. A imitación del ingenioso hidalgo, don Pancracio se dio a recorrer el mundo en busca de aventuras que vivir con heroicidad, de suerte que alguien lo vio envuelto en sus fantasías en mitad de un descampado y quiso por todos los medios hacerlo jefe de un ejército militar. Las desventuras vividas al frente de la milicia fueron equiparadas por los periodistas a los sucesos de la ínsula Barataria a causa de los engaños ofrecidos al pobre caballero don Pancracio, el cual terminaba solo y herido en mitad de una guerra, abandonado por los miembros de su hueste.

El avance de la caballería fue similar al desarrollo literario de Sánchez, pero sin esas argucias que de seguro hubiesen encaminado al lloroso novelista al suicidio tras el fracaso. No hubo, pues, en su trayectoria artística más mentiras que las requeridas para sus historias. Nombrado escritor cervantino por los críticos, Sánchez no dejó de tratar su ópera prima con el cariño de un padre hacia su primogénito, hacía constantes relecturas y cada vez descubría algo nuevo, como si él no la hubiese escrito. Sin embargo, año y medio más tarde, después de mucha búsqueda, acudió a su cabeza una idea interesante para su segunda novela; había dejado el listón bien alto y no podía preparar su reaparición con un trabajo corriente, así que no se podía permitir el verse atraído por una idea banal. Y entonces llegó el primer problema.

Sucedió que su primogénito tenía un año y medio cuando descubrió en el creador una atención dirigida a otro ser, y había cumplido los tres años en el momento de la publicación. A esa edad, si bien aún no comprendía demasiado qué ocurría, empezaba a sentirse extraño con un nuevo hermano a su lado, cuya presencia alegró sobremanera no sólo al padre, sino también al público lector, y aquello era menos tolerable. Desde entonces Sánchez, aunque trataba de prestar la misma atención a los dos, no pudo evitar cierta inclinación de ternura hacia el pequeño, el cual ya no hablaba de caballerías sino de amores platónicos entre una adolescente y la imagen del retrato que había sobre la chimenea del salón, perteneciente a un antepasado cuya familia daba por muerto. Sin remedio, el primer libro quedó un poco más apartado y su iracundia fue en progresivo aumento.

En su quinto cumpleaños recibió como regalo la sorpresa de una nueva historia. Ésta exigía mucha concentración, largas sesiones de documentación y una escritura mucho más pausada. Consiguió un premio nacional de narrativa cuando, al cabo de cuatro años, salió a la luz. La ópera prima ya tenía suficiente rencor acumulado y soltó, en un ataque de celos, tales improperios hacia su padre, dueño y criador, que lo sumió en un largo silencio.

Sánchez creía ser consciente del cariño que mostraba ante sus libros, pero no bien recibió la estocada —procedente, en mayor parte, de una ruptura amorosa—, sólo vio una solución a aquella injusticia: abandonar el trabajo. Contaba su primer libro la edad de doce años, mas era tan avanzado en rencores y rebeldías que tardó mucho tiempo en volver a dirigirle la palabra, y entonces no fue sino para pedir perdón.

Sánchez, por aquella época olvidado de sus hijos, concentrado sólo en los placeres del cuerpo y dedicado a conocer cada noche a una dama para al día siguiente despedirla de mala manera, se dijo a sí mismo que quizá podría volver a escribir, pues la gente apreciaba su copiosidad creativa y sabía que era un autor de renombre, y me quieren mucho y la mayoría estaría dispuesta a darme otra oportunidad. No había conocedores del motivo de su retiro, como no se conocen los problemas familiares de un famoso con dignidad, así que el lector más asiduo de su obra pasaría por alto los problemas del autor y correría a leer su nueva obra. No lo pensó más: se puso a recordar y de inmediato surgieron grandes asuntos otrora olvidados. Pero esta vez —pensó— tardaré mucho más, voy a hacer la obra maestra de mi carrera. Y así fue: hizo su obra maestra, pero muy rápido.

Había dejado la escritura sin saber que en realidad poco a poco se gestaba su mejor obra, una obra que no dejaría indiferente a nadie, que buscaría en los trasuntos del alma y había de ahondar en las emociones, en las raíces del ser humano: empezó a escribir, pues, la vida de un hombre que quiso darlo todo y no consiguió nada. Ninguna persona, cercana o desconocida, le hubiese dicho que tres años después se encontraría anegado en lágrimas frente al cuaderno por haber puesto tan prematuro punto final a una obra perfecta. Pensar que jamás volvería a escribir aquella historia, que sobre ese hombre ya todo estaba dicho, que era imposible retroceder hasta su concepción, todo eso lo atormentaba, lo llenaba de tanta angustia que se sentía incapaz de poner la firma, indigno de esa obra maestra.

—Una obra de arte, a diferencia de un libro, es aquella cuya elaboración goza de un solo rumbo, aquella que no se puede escribir de otra manera, que es redonda, perfecta y capaz de competir con las emociones del lector —decía Sánchez una vez superada la crisis de aquella noche en que concluyó su novela. Sentado entre su editor y el entrevistador, notaba cómo el auditorio, cuyo aforo había alcanzado cifras antaño nunca vistas, escuchaba sus palabras con miradas de interés. Había lectores de toda índole, desde jóvenes estudiantes hasta jubilados, desde profesores de literatura hasta médicos y químicos, porque a todos les había dicho algo aquel libro, porque cada uno había sentido algo personal en las reacciones del protagonista ante los latigazos de la vida.

Y Sánchez, que aún se preguntaba si era un escritor digno de aquella obra o si, por el contrario, era demasiado precipitado en sus creaciones, contento de ver ante sí tal número de espectadores, descubrió que tanto su obra magna como su primer libro y los intermedios eran piezas del puzzle de su vida y habían supuesto, para su felicidad y realización, experiencias inolvidables, aunque imposibles de revivir. Entonces comprendió que así como un hombre no puede renacer pese a haber dado solución a una vida de infortunios, de ese mismo modo aquella parodia quijotesca tampoco podría ser reescrita porque ya tenía vida propia; y al mismo tiempo satisfecho de su trabajo y apesadumbrado por la imposibilidad de volver a los primeros capítulos del libro que le trajo la gloria, delante de su público más querido se llenó de emoción y se vio obligado a desconectar el micrófono.