Mi menor, presto, compás de seis por ocho. Que suene ligero. Primera nota: el crujido de la llave al penetrar en la puerta, seguido de dos corcheas que mientras se gira la cerradura hacen coro al pomo y al quejido de la bisagra para luego quedar en absoluto silencio a la espera de que la segunda voz haga su entrada. Sincopada, la ventana se abre al fondo de la habitación y con el sonido del viento deja entrever un mirador de negros herrajes, ajados por el tiempo, desde el que se asoma una anciana en bata. La puerta vuelve a acompañar y se cierra en forte; de nuevo surge el silencio tras el eco del viento. Y en el calderón que mantiene en tensión la armonía de la sala, el pianista suelta las llaves sobre la mesa, se quita el jersey, destapa el piano, lo abre, saca un libro que coloca de par en par sobre el atril, se lleva las manos a la boca y, mientras exhala aire caliente para despertar los dedos, se sienta en la banqueta. El público —el metrónomo, los atriles de metal, las partituras, las cuerdas y los pedales del piano, la planta marchita que hay encima de la mesa— contempla impaciente cómo el intérprete se acomoda, yergue la espalda, disminuye la altura de la butaca, respira con tranquilidad tres veces (una por el piano, otra por sus manos, otra por el público) y pulsa la primera tecla después del calderón.
La pieza —que comienza por un arpegio de notas picadas en un sonido suave y discreto, da paso a una melodía fácil de oír y une las dos voces como en un nexo con un lago en cuyas aguas se deja traslucir la huella de una piedra lanzada desde un puente— envuelve la habitación de alegría y vuelca sobre el pianista el sabor agridulce del escenario, el calor de los focos, los latidos acelerados del corazón y el cosquilleo entre los dedos, que notan las vibraciones de Haydn desde el principio de la sonata. Y entre notas ligadas y octavas sueltas, cruza por la mente del intérprete una pregunta: ¿por qué? Esa pregunta que todo el mundo se ha hecho alguna vez ante actos sin respuesta.
¿Por qué disfruto tanto —piensa— cuando toco una pieza musical? ¿Qué hay en mi cuerpo, qué en mi mente, qué en mi espíritu, para que ese sonido efímero que escapa de mis dedos y se esconde entre las teclas, rebote en las paredes de manera que al llegar de nuevo a mi oído me haga experimentar sensaciones que no puedo explicar? Y como el ser humano es curioso por naturaleza, el músico, de tanto darle vueltas al asunto, confunde una tecla y da al traste con la interpretación. Se estremecen los pétalos caducos del único elemento vivo que aún queda en la habitación. Pero el curioso impertinente aún merodea por los rincones de la memoria del pianista sin intención de abandonarlo.
Se da cuenta entonces de que no encontrará una respuesta, de que no hay palabras para definir la música, sólo sonidos, vibraciones de cuerdas y efectos de pedales que trasladan al más ingrato de los insectos a un mundo de fantasías, sobrenatural y encantador, que todos creen conocer y muy pocos han palpado. Así una sonrisa aparece insinuada en el rostro del músico, que ha vuelto a concentrarse y ejecuta por manos separadas diferentes pasajes de la obra. Y concluye que ese elemento indispensable para su felicidad está entre sus manos, no se puede explicar, no tiene tacto, ni sabor, ni color, ni huele a fresas ni a ginebra: está presente en la partitura, entre rayas y puntos, entre símbolos y anotaciones, y no puede separarse de su esencia porque, como el amor, una vez que se ha tenido el escaso privilegio de conocerlo, es imposible separarlo de la vida.
El amor y la música: ¡ah, qué graves enfermedades, terminales como el tiempo! Llegada la hora de regresar a casa, el pianista concluye su estudio, deja todo dispuesto para el siguiente intérprete y abandona el escenario, no sin antes despedirse de su amiga, la planta marchita, a quien con un gesto de compasión le dice que no desperdicie las oportunidades, que exprima hasta la última gota del rocío y quizás así logre saciar su sed. Pero sólo es músico: no sabe que mañana la encontrará muerta.
La pieza —que comienza por un arpegio de notas picadas en un sonido suave y discreto, da paso a una melodía fácil de oír y une las dos voces como en un nexo con un lago en cuyas aguas se deja traslucir la huella de una piedra lanzada desde un puente— envuelve la habitación de alegría y vuelca sobre el pianista el sabor agridulce del escenario, el calor de los focos, los latidos acelerados del corazón y el cosquilleo entre los dedos, que notan las vibraciones de Haydn desde el principio de la sonata. Y entre notas ligadas y octavas sueltas, cruza por la mente del intérprete una pregunta: ¿por qué? Esa pregunta que todo el mundo se ha hecho alguna vez ante actos sin respuesta.
¿Por qué disfruto tanto —piensa— cuando toco una pieza musical? ¿Qué hay en mi cuerpo, qué en mi mente, qué en mi espíritu, para que ese sonido efímero que escapa de mis dedos y se esconde entre las teclas, rebote en las paredes de manera que al llegar de nuevo a mi oído me haga experimentar sensaciones que no puedo explicar? Y como el ser humano es curioso por naturaleza, el músico, de tanto darle vueltas al asunto, confunde una tecla y da al traste con la interpretación. Se estremecen los pétalos caducos del único elemento vivo que aún queda en la habitación. Pero el curioso impertinente aún merodea por los rincones de la memoria del pianista sin intención de abandonarlo.
Se da cuenta entonces de que no encontrará una respuesta, de que no hay palabras para definir la música, sólo sonidos, vibraciones de cuerdas y efectos de pedales que trasladan al más ingrato de los insectos a un mundo de fantasías, sobrenatural y encantador, que todos creen conocer y muy pocos han palpado. Así una sonrisa aparece insinuada en el rostro del músico, que ha vuelto a concentrarse y ejecuta por manos separadas diferentes pasajes de la obra. Y concluye que ese elemento indispensable para su felicidad está entre sus manos, no se puede explicar, no tiene tacto, ni sabor, ni color, ni huele a fresas ni a ginebra: está presente en la partitura, entre rayas y puntos, entre símbolos y anotaciones, y no puede separarse de su esencia porque, como el amor, una vez que se ha tenido el escaso privilegio de conocerlo, es imposible separarlo de la vida.
El amor y la música: ¡ah, qué graves enfermedades, terminales como el tiempo! Llegada la hora de regresar a casa, el pianista concluye su estudio, deja todo dispuesto para el siguiente intérprete y abandona el escenario, no sin antes despedirse de su amiga, la planta marchita, a quien con un gesto de compasión le dice que no desperdicie las oportunidades, que exprima hasta la última gota del rocío y quizás así logre saciar su sed. Pero sólo es músico: no sabe que mañana la encontrará muerta.