viernes, 23 de septiembre de 2011

Puer-senex

Creo que aún no os he hablado de un lugar muy importante para mi amigo Marcel. Más allá de las murallas, donde el viento se pierde entre esquinas y estrechos callejones, hacia ese lugar al que ya no pueden adentrarse los vehículos, lejos de la avenida principal de la urbe, se encuentra su oficina, un espacio rojo y amarillento, con cierto aire de bohemia, en el que sirven cafés y ofrecen libros ajados para leer entre sorbos. Guarda también, en ese rincón de la ciudad, una plaza para los escritores, escritores de verdad, que presencian la actividad de los clientes desde las paredes, en respetuoso silencio y en un atractivo blanco y negro. La llaman La Clandestina y está regentada por dos hermanas encantadoras que, además de hacer bien su trabajo, comparten el entusiasmo de mi amigo en algunos términos.

La otra tarde, sentado como es habitual en su rincón, justo a la derecha de la entrada, donde un sofá recorre el hueco de la pared como un río con tres grandes rostros iluminando a modo de soles dos mesas redondas, mi amigo presenció una escena cautivadora, una de tantas que se viven entre esas cuatro paredes, mientras cumplía con su sesión rutinaria de escritura. Sucedió que poco después de su llegada, en torno a las seis, y luego de pedir su café cortado e intercambiar breves palabras con esas dos buenas amigas, vio cómo una pareja de franceses, jóvenes, bilingües sin embargo, ocupaba la mesa de la izquierda. Marcel, que traía del camino su acostumbrada media hora de lectura que precede al inicio de la redacción, ya había despejado su mente con los primeros sorbos y había tomado la pluma a fin de continuar la narración de esa historia de amor que desde hace unos meses recorre los entresijos de su diario; pero como en ese rincón todos son bienvenidos y a todos les dedica una mirada, no podía por menos de prestar momentánea atención a la actividad de la pareja, que había abierto un ajedrez, de esos que dispone el establecimiento para disfrute de sus clientes, y el chico acababa de mover el peón que protege al rey, tal vez para que la dama se apoderase del tablero.

Vista la capacidad de concentración de los franceses, Marcel no podía dejar de pensar que, en efecto, uno de sus escritores predilectos escribiese en la lengua de Voltaire, que tantas fatigas le diera en el bachillerato y que tanto amor despierta ahora en él. Así pues, prosiguió su escritura, porque más de unos segundos de observación invaden la intimidad de otra persona. Sin embargo, no mucho más tarde, a la mesa de enfrente, otrora libre y dispuesta a recibir en su seno otro miembro de la comunidad, se incorporó una mujer que acompañaba a un señor de avanzada edad y andares costosos. En mi amigo se despertó entonces ese sentimiento para con los ancianos venerables cuyo cuerpo se resiste a la fuerza del tiempo, y que se ven obligados a girar con dificultad, paso a paso, y a dejar caer su peso a una lentitud delicada sobre una silla. ¡Ay –pensó entonces Marcel–, tanta agilidad en las mentes de unos jóvenes y tanto esfuerzo para un simple movimiento en aquel buen hombre! Con todo, lo emocionante vino después.

La sesión de escritura siguió su curso, y había escrito Marcel una página y media cuando volvió a levantar la vista. Se había multiplicado la compañía del anciano, que ahora tomaba una cerveza y encendía sus ojos en un gesto de emoción contagioso. Ocurría que una mujer, que merendaba en una mesa más oculta, al darse cuenta de su llegada se había levantado para saludarlo. Profería unos gritos animosos que levantaban los ánimos del hombre. Las dos hermanas también le dirigían algunas palabras. El hombre se sentía como en casa.

Mientras tanto, la pareja de franceses permanecía inmersa en la partida; no eran muchos los avances del ejército y, sin embargo, sí el de los minutos: casi eran las siete y a punto estaba de sonar el teléfono de mi amigo para anunciar un descanso: una hora de escritura, diez páginas de lectura. Para entonces la parsimonia de los jóvenes se había tornado en vitalidad en el anciano. ¿Tendría algún secreto esa compañía? Pero aunque esa fuese la pregunta de Marcel, en su fuero interno daba vueltas a otro asunto. La emoción lo embargaba al contemplar la sonrisa de aquel hombre rodeado de gente que lo quería, y se acentuó mucho más cuando otra mujer, de una edad aproximada a las demás, paseaba por la calle y entró un momento a darle dos besos. Tanto cariño después de tantos años: eso era lo que agitaba el alma inquieta de Marcel. Ojalá la lentitud de los días le deparase, como una partida de ajedrez, el camino hacia una vejez tan emocionante, en la cual el placer de una cerveza se viese incrementado por la compañía de tantas personas que demostraran su cariño. ¿Será eso la felicidad? ¿En ello consistirá labrarse un buen futuro? Tal vez ese hombre no fuera en su juventud un estudiante de medicina, tal vez se ganase la vida delante de una grúa, pero el desenlace de su historia era feliz.

Al aviso del teléfono, Marcel salió un momento a tomar el aire del atardecer. Se acordaba de aquella película en que un caballero retaba a la muerte a una partida de ajedrez en busca de respuestas. Le hubiese gustado escribir una novela de esas dimensiones. Poco más tarde, decidido a cerrar ya el cuaderno y dejar su labor pendiendo de un hilo hasta el día siguiente, pagó su café, sonrió a las hermanas y se despidió. Antes de atravesar la puerta, echó una última ojeada a los ajedrecistas: la dama había ganado un jaque al rey, y contaba con el apoyo de dos torres; el anciano seguía contento; todo, pues, en orden. Mientras caminaba por la calle, encendió un cigarrillo y garabateó unos versos en su libreta, como parte de la narración de su vida:

«Me fui de aquel manjar, como si el tiempo,
prendido de belleza,
hubiese sido sólo un espejismo».
Jorge Andreu
23 de septiembre de 2011

8 comentarios:

Mariajo Arenas dijo...

Me gusta ...:-)

Jorge Andreu dijo...

Gracias! Me alegro de que te guste! No sabes lo conmovedora que fue aquella tarde. Ojalá hubieras estado presente.

Un besito.

Jorge Andreu

V dijo...

Saludos. No se muy bien como he llegado aquí. Solo quería dejar constancia de que en mi modesta opinión escribes estupendamente, con frescura y personalidad. Y para colmo parece que tienes cosas que contar. Me alegro por ti y enhorabuena, un saludo.

Jorge Andreu dijo...

Hola V. Me alegra que hayas llegado aquí, y sobre todo, me alegra que no sepas cómo has encontrado este rincón. Ya ves que es caprichoso el azar, como decía la canción. Me halaga tu comentario, ojalá el contenido de este blog sea de tu agrado, y por supuesto, cuantas cosas tenga que contar las podrás ver por aquí, así que te invito a permanecer entre estas líneas.

Un saludo.

Jorge Andreu

Unknown dijo...

Me acerqué a tu prosa y veo que escribes divinamente. Llegué a tu blog por casualidad, pero me quedaré. Fue un buen hallazgo.
Saludos.

Jorge Andreu dijo...

¡Cuánto me gustan estas casualidades! Estaré encantado de verte por aquí. Siempre es un placer recibir a gente nueva, nunca cierro las puertas a nadie. Así que espero que disfrutes mucho en mi rinconcito.

Un saludo.

Jorge Andreu

Isabel Martínez Barquero dijo...

Ay, Jorge, que Marcel siga escribiendo y si es por ese motivo que está alejado del blog, bien que me alegro.
Un abrazo muy fuertote.

Jorge Andreu dijo...

Isabel, amiga mía, Marcel sigue escribiendo y yo soporto sus pesares. Tengo el hombro arrugado de su empeño por continuar esa historia que le causa tantos dolores de estómago. Velo todos los días por él y cada mañana miro el blog, por si se ha dignado a escribir algo nuevo. Creo que tiene algunos textos guardados en el bolsillo, intentaré exprimírselos estos días. Sé, de todas formas, que se alegrará de verte por aquí.

Un abrazo

Jorge Andreu