¡cómo vierte la tarde su quejido
de luz agonizante!
Se desparrama
su voz cansada de regir
la vida de los hombres.
El árbol está triste,
desde mi mesa puedo contemplarlo:
disuelto en el espejo de las horas,
ese árbol ya descolorido,
protagonista silencioso
del horizonte.
Ajenos al concierto,
los niños juegan
a lanzar sus riñas por el rellano
—devuélveme el juguete, que no es tuyo—.
Sólo les interesa tener en propiedad
sus artificios.
El árbol fue semilla y antes tierra.
Creció ordenando el mundo carroñero
y nos dio lluvias.
Pero sus hojas hoy derraman
sólo ceniza
porque se muere el tiempo o lo matan los niños.
¿Por qué nadie se para a mirar su hermosura?
Todos desvían su atención
a los malditos niños
que claman, por derecho a divertirse,
contra el silencio de las nubes.
Dichosos, ¡ay!
Jorge Andreu